El Santísimo Cristo es una interesante imagen de Jesús Crucificado, con advocación de la Piedad, obra de madera sin datar adquirida en Sevilla en 1972, obra no ajena a las esculturas realizadas en los grandes talleres de imaginería. La imagen, de tamaño natural -mide 1,82-, y se conserva actualmente en la nave de la Iglesia presidiendo el Batisterio. Es todo lo que sabemos sobre tan venerada efigie, pues, los trabajos de restauración posteriores no aportan ningún dato adicional al respecto. La advocación del Cristo de la Piedad, uno de los Siete Dones del Espíritu Santo, ha estado siempre vinculada a la vida religiosa y espiritual de la Parroquia de San Antonio María Claret en Palmeras donde recibe culto desde 1972, año de fundación de la Hermandad, coincidente con la construcción del citado Templo.
La Piedad sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vacio que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno.
En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15). La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna. El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en lacivilización del amor. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como Vas insignae devotionis, nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve Regina»: «i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».